Pensamiento Educativo. Revista de Investigación Educacional Latinoamericana 2022, 59(1), 1-17
La violencia escolar debe comprenderse en su relación con las personas, organizaciones y culturas que la enmarcan. Resulta interesante conocer la perspectiva de los niños y niñas de enseñanza primaria al respecto, especialmente en los segmentos sociales marginados y vulnerados por condiciones de injusticia y pobreza, cuyas voces suelen estar menos representadas en la cultura escolar. Considerando estos antecedentes, realizamos una indagación cualitativa en una escuela básica, en la que el 100% de los estudiantes acreditaban condiciones de vulnerabilidad social y educativa. Asimismo, en el centro escolar solían ocurrir hechos de violencia. El objetivo fue conocer los significados construidos respecto de la violencia y su gestión en la escuela. Los resultados refieren a una experiencia cotidiana de aburrimiento en el aula, ante la cual algunos estudiantes se conformaban, en tanto que otros buscaban fugarse de clases o interrumpirlas a través de peleas o destrucción de mobiliario. Quienes protagonizaban estas acciones eran atendidos por profesores y profesionales de apoyo, a diferencia de aquellos que observaban o recibían agresiones. Los participantes manifiestan propuestas para mejorar la convivencia en la escuela y el aula. Estos resultados son discutidos en relación con las necesidades de reconocimiento identitario y cultural de los estudiantes.
Palabras clave: escuela primaria, violencia escolar, exclusión social, infancia desfavorecida
School violence must be understood in terms of its relationship to the people, organizations, and cultures that surround it. It is interesting to be aware of the views of elementary school children on this subject, particularly in social segments that are marginalized and vulnerable due to conditions of injustice and poverty, since their voices are often less represented in the school culture. Considering this scenario, we conducted a qualitative investigation in an elementary school, in which 100% of the students were in conditions of social and educational vulnerability. Acts of violence also occurred frequently at the school. The objective was to find out about the meanings constructed regarding violence and how it is managed in the school. The results indicate everyday experiences of boredom in the classroom, which some students accepted, while others sought to abscond from classes or interrupt them through fights or destruction of furniture. The students who took part in these actions were attended to by teachers and support professionals, unlike those who observed or received aggression. The participants expressed proposals to improve coexistence in the school and in the classroom. These results are discussed in relation to the needs of identity and cultural recognition of the students
Keywords: elementary school, school violence, social exclusion, disadvantaged childhood
Correspondencia a:
Macarena Morales
El Bosque 12890
Viña del Mar, Chile
macarena.morales@pucv.cl
ORCID: 0000-0002-1624-4873
© 2022 PEL, http://www.pensamientoeducativo.org - http://www.pel.cl
ISSN:0719-0409 DDI:203.262, Santiago, Chile doi: 10.7764/PEL.59.1.2022.2
Muchas escuelas enfrentan cotidianamente el reto de trabajar con estudiantes que parecen difíciles de educar (Bonal & Tarabini-Castellani, 2013; Díaz et al., 2019; Jiménez et al., 2018; Kaplán, 1992; Muñoz et al., 2020; Núñez & Litichever, 2015). Su lenguaje y comportamiento se alejan frecuentemente de las normas institucionales, se aburren fácilmente de las tareas y pelean con sus compañeros. Los sistemas de amonestación y control comportamental no resultan efectivos con ellos, quienes reaccionan con agresividad al ser reconvenidos, llegando a fugarse del aula o de la escuela (Bickmore, 2015, 2017; López et al., 2019; Parada et al., 2016). Cuando la situación se repite año a año y generación tras generación, emergen las interrogantes hacia la propia institución escolar: ¿Por qué no son efectivas las medidas adoptadas por la escuela? ¿De qué manera la organización de la escuela contribuye a que estos problemas surjan y se mantengan?
Los estudios al respecto advierten que no existe un gen que explique la indisciplina ni la violencia en la escuela (Kaplán, 1992; Kaplán & Szapu, 2019; Sáez, 2017). Es decir, tales fenómenos no responden únicamente a características individuales intrínsecas de los estudiantes, sino que deben comprenderse en su relación con las personas, organizaciones y culturas que los enmarcan (Carrasco-Aguilar et al., 2016; Fierro, 2007; Mutchinick, 2018). En esta línea, estudiar las perspectivas y culturas de los niños, niñas y jóvenes resulta no solo interesante sino también necesario para la producción de conocimientos, diseños e intervenciones en la escuela. Ello, toda vez que la literatura muestra que la investigación y desarrollo en estas materias se han basado de manera hegemónica en instrumentos planteados por adultos y expertos (Argos et al., 2011; Pacheco-Salazar, 2018).
Si bien se evidencian algunos avances con estudios que han profundizado experiencias y visiones de estudiantes secundarios (Bayón & Saraví, 2019; Díaz et al., 2019; García & Madriaza, 2006; Grinberg, 2015; Kaplán et al., 2012; Melo, 2007; Molina, 2013; Muñoz et al., 2020; Núñez & Litichever, 2015; Rasse & Berger, 2018; Villalta & Saavedra, 2011), las perspectivas de estudiantes de educación primaria han sido incorporadas en menor medida (Pacheco-Salazar, 2018; Ramírez-Casas del Valle & Alfaro, 2018; Yáñez et al., 2018). Conocer la perspectiva de los estudiantes respecto de los problemas de violencia e indisciplina en la escuela no solo es necesario desde el punto de vista científico, sino también desde el compromiso con la justicia educacional (Giroux, 1986; Grinberg, 2015; Ramírez-Casas del Valle & Alfaro, 2018; Rojas et al., 2019; Susinos & Ceballo, 2012; Tomasini et al., 2014).
Los estudiantes, sobre todo aquellos más vulnerables a la exclusión escolar, han constituido históricamente una voz invisibilizada (Ainscow et al., 1999; Bayón & Saraví, 2019; Díaz et al., 2019; Kaplán et al., 2012; Molina, 2013; Muñoz et al., 2020; Yáñez et al., 2018). Su participación en investigaciones puede contribuir a la discusión de conceptos e intervenciones sobre la violencia escolar. En esta línea, nuestro estudio fue emprendido por un equipo de profesores de una escuela, junto con académicos de un centro de investigación, vinculados en un proceso de investigación-acción. El propósito fue analizar los significados que construyen estudiantes de educación básica en situación de vulnerabilidad social respecto de la violencia y la disciplina en la escuela.
La cultura escolar habitualmente simplifica el fenómeno de la violencia escolar, reduciéndolo a un problema que tendrían ciertos alumnos. Así, la violencia resulta visible solo en el comportamiento de los estudiantes, en tanto individuos o grupos que no acatan el régimen de trabajo y de convivencia –explícito o implícito– de su escuela (Kaplán, 1992, 2006; Kaplán & Szapu, 2019; Mutchinick, 2018; Sáez, 2017). El análisis de las situaciones suele enfocarse en las consecuencias de las conductas violentas, en tanto dificultan la actividad regular de los profesores y de la institución en general (Viscardi, 2008), y posiblemente causen daños a personas o inmuebles. Las medidas que se adoptan desde este prisma se orientan hacia el control conductual o hacia el castigo de los estudiantes involucrados (Bickmore, 2015, 2017; López et al., 2019).
En tanto, las características de personalidad y costumbres de origen de los estudiantes suelen atribuirse como posibles causas (Bayón & Saraví, 2019; Muñoz et al., 2020; Mutchinick, 2018; Núñez & Litichever, 2015; UNICEF, 2014). Con base en ello, el control conductual en ocasiones se complementa con otras líneas de intervención individual, como la orientación y el apoyo psicológico a los involucrados (Cortez et al., 2019; López et al., 2011). Los resultados de las intervenciones individuales conllevan una estigmatización de los estudiantes destinatarios, asociado a su etiquetamiento con calificativos tales como agresivos, violentos y desadaptados (García & Madriaza, 2006; Grinberg, 2015; Kaplán, 2009; López et al., 2011; Melo, 2007).
Asimismo, los resultados de ese tipo de intervenciones suelen ser efímeros y estrechos (Fierro & Carbajal, 2019) en el caso del control y el castigo, pues dependen de la acción contingente y pertinente de las autoridades educativas que administran las medidas. En tanto, en el caso del apoyo individual, si bien puede redundar en el fortalecimiento y desarrollo de los estudiantes destinatarios, deja fuera del diagnóstico y de la intervención elementos relacionales y organizacionales de la escuela que son parte del problema. Es necesario ampliar el foco, tanto para estudiar el fenómeno como para intervenir efectivamente en él.
Los análisis con foco amplio han mostrado que la violencia e indisciplina de los estudiantes pueden implicar oposiciones al régimen académico (Kaplán, 2009; Kaplán et al., 2012; Mutchinick, 2018) que establece un procedimiento de aprendizaje uniforme. Esto se sostiene o se agrava cuando dicho régimen es rígido, autoritario y distante de los valores e intereses de los estudiantes. Las rutinas y formas del régimen institucional están organizadas muchas veces por idearios y valores hegemónicos. Estos suelen corresponder con los que ostentan los directivos y profesores y, en menor medida, con los de los estudiantes y sus familias (Rasse & Berger, 2018).
Así, se asume que toda la comunidad escolar debe aspirar a pensar, expresarse, vestir y proceder como establecen los primeros, sin cuestionamiento. Este poder se erige desde su calidad de adultos, trabajadores, profesionales y especialistas en educación, confiriéndoles hegemonía cultural, y configura violencia simbólica hacia integrantes de la escuela distintos a ellos (Kaplán, 2006). En la medida en que, además, se aplican restricciones y castigos ante conductas, capacidades y expresiones de la cultura del alumnado y de sus familias, se establecería una situación de violencia institucional (Carrasco-Aguilar et al., 2016; Melo, 2007; Mutchinick, 2018).
En contextos como los referidos anteriormente, los comportamientos que no se ajustan al régimen académico pueden implicar una búsqueda de reafirmación de las identidades de niños, niñas y jóvenes, deslegitimadas por la cultura escolar hegemónica (Giorgi et al., 2012; Jiménez et al., 2018; Lalueza, 2012; Susinos & Ceballo, 2012). El enfrentar o desafiar a la autoridad escolar y sus normas puede brindar estima, pertenencia y prestigio entre el grupo de pares, a pesar de las amonestaciones y castigos que puedan recibir quienes las realizan, (Giorgi et al., 2012; Viscardi, 2008). De ahí que las acciones vinculadas al fenómeno de la violencia escolar tengan un sentido en su contexto cultural e institucional (Rasse & Berger, 2018).
Considerando estos antecedentes, nos propusimos analizar en este estudio no solo la violencia que se da entre los estudiantes en la escuela, sino también la que se realiza hacia la escuela y su régimen, y desde la escuela –como institución– hacia sus integrantes y su cultura (Kaplán, 2006, 2009). Respecto de esto último, cabe considerar que los participantes corresponden a un segmento de la población que históricamente ha estado al margen de la cultura hegemónica: los niños y niñas en situación de pobreza (Bayón & Saraví, 2019; Melo, 2007).
Para abordar este punto, cabe considerar que, en Chile, el sistema escolar sigue un modelo de mercado. En este marco, las escuelas son operadas por entes privados con financiamiento público, los cuales compiten para captar estudiantes. Algunas escuelas tienen costo cero para las familias, en tanto otras cobran un copago. Existen también prestadores privados financiados totalmente por las familias de los estudiantes, con elevados aranceles. Este modelo corresponde a políticas neoliberales (Murillo et al., 2018) que, tras 40 años de aplicarse, han tenido por resultado un desmantelamiento del sector que se financia en 100% con recursos públicos –al que accede la población con menores ingresos– y una marcada segregación socioeconómica entre centros escolares (Bonal & Bellei, 2018).
Si consideramos que se han aplicado políticas de este tipo al conjunto de derechos que debe garantizar el Estado (vivienda, salud, trabajo, justicia, acceso al agua, protección de la infancia, jubilaciones, etc.), el panorama resultante es que el país vive una precarización extendida y una segregación social muy profunda (Bonal & Bellei, 2018). Esta situación constituye violencia estructural, en tanto la distribución inequitativa de recursos, de poder y de garantía de derechos está amparada en el marco legal del país (Carrasco-Aguilar et al., 2016; Kaplán, 2006, 2009; Tomasini et al., 2014). En el ámbito educacional, esto ha impactado la vida en la escuela, puesto que los estudiantes que provienen de familias de menores ingresos experimentan en ella “una realidad ambivalente: promesa de integración y amenaza de exclusión simultáneamente” (Gómez & Zurita, 2013, p. 186).
En coherencia con el modelo neoliberal, el Estado de Chile opera como subsidiario del acceso a los derechos, auxiliando con financiamiento extra en los casos en que los estudiantes demuestren estar en riesgo de exclusión (Bonal & Bellei, 2018). Para acreditarlo, se aplican instrumentos1 que registran información socioeconómica y académica del estudiante y de su familia. Sus resultados indican la categoría de vulnerabilidad en la que el estudiante se encuentra, así como un índice agregado con el porcentaje de estudiantes vulnerables de cada centro escolar. Una persona vulnerable está ante la posibilidad de sufrir un detrimento en sus derechos, tanto por circunstancias personales como por las de su entorno social (Grinberg, 2015). Corresponde a una posición inestable, a partir de bajos resultados académicos, condiciones laborales precarias en el grupo familiar, en concomitancia con un soporte social frágil (Álvarez, 2010).
La situación de vulnerabilidad social ha simbolizado al conjunto los sujetos posicionados en necesidad de asistencia y de apoyo social (Bonal & Tarabini-Castellani, 2013; Grinberg et al., 2014; Infante et al., 2011; León, 2011; Llóbet, 2006; Villalta et al., 2011; Villalta & Saavedra, 2011). En el caso de Chile, se ha transformado en un mecanismo de integración, que explicita la injusticia en la distribución socioeconómica (Julio, 2009). A su vez, es un eufemismo para referir a la supuesta condición de difícil educabilidad (Infante, et al; 2011; Jiménez et al., 2018; Julio et al., 2016) y un destino probable de fracaso escolar de los niños/as y jóvenes con menos recursos (Bonal & Tarabini-Castellani, 2013).
Hacemos énfasis en que esta asociación es supuesta, pues no se ha podido evidenciar una relación directa entre pobreza y fracaso escolar, el que está fuertemente mediado por factores culturales (Álvarez, 2010; León, 2011; Melo, 2007). Dicha relación corresponde más bien a un mandato institucional (Melo, 2007), funcional a la mantención del statu quo en el sistema escolar, a costa de estigmatizar a los sectores más pobres de la población. Ello afecta la subjetividad, en tanto se construye una identidad de alumno carenciado (Grinberg et al., 2014; Julio et al., 2016). El éxito del mencionado mandato estriba en la distancia entre los ideales de los profesores y los de los estudiantes sobre la trayectoria educativa (Burke & Whitty, 2018; Fierro, 2017; Julio et al., 2016; Melo, 2007), así como en la poca flexibilidad de la organización escolar para adaptarse al contexto y sus cambios (Jiménez et al., 2018) y en la débil promoción de los vínculos sociales en el centro educativo (Garcés-Delgado et al., 2020).
Esta situación constituye una barrera para el aprendizaje de los estudiantes estigmatizados, que no son reconocidos en su identidad de legítimo aprendiz (Ginberg, 2015; Julio, 2009; Llóbet, 2006), se invisibilizan sus potencialidades (Grinberg, et al., 2014) y se desvaloriza su cultura de origen (Jiménez et al., 2018; Lalueza; 2012). Asimismo, se limitan también la participación y el aporte de las familias a la formación y se descalifican sus conocimientos previos (Julio et al., 2016). Por otra parte, se revela la estrechez del saber pedagógico y la rigidez del currículum, quedando disociados de los intereses, la participación y las necesidades de desarrollo de los estudiantes (Giorgi et al., 2012; Jiménez et al., 2018; Lalueza, 2012; Ramírez-Casas del Valle & Alfaro, 2018; Rojas et al., 2019; Susinos & Ceballo, 2012).
En nuestro estudio analizamos significados de la(s) violencia(s) escolares (Kaplán, 2006, 2009) desde la perspectiva de los estudiantes de educación primaria de una escuela con 100% de vulnerabilidad. Este segmento de alumnos ha participado en menor medida en los estudios cualitativos sobre violencia escolar (Fierro, 2007), y son de especial interés, por cuanto en ellos intersectan al menos dos condiciones que la cultura escolar posiciona en inferioridad: ser niño o niña y vivir en situación de marginación social.
Este estudio se enmarcó en un proyecto de investigación-acción participativa (Flores et al., 2009), desde un paradigma de investigación transformacional (Suárez, 2002). Esta perspectiva considera a la escuela como un laboratorio y a la acción profesional como una hipótesis a contrastar (Díaz-Bazo, 2017). Este tipo de investigación suele explorar los límites y las posibilidades de transformar la escuela y de transformarse junto a ella (Rowell et al., 2015). Así, la investigación-acción apunta al desarrollo de la escuela y, a su vez, al desarrollo de las capacidades de los involucrados (Flores et al., 2009). Para Díaz-Bazo (2017), lo participativo radica en que los integrantes del equipo de investigación colaboran en las decisiones metodológicas del proceso.
En este estudio, el equipo de investigación-acción estuvo integrado por tres profesores de la escuela, que ocupaban los cargos de inspector general, encargada de convivencia escolar y encargada de biblioteca escolar. También formaban parte del equipo el psicólogo de la escuela y dos profesionales externos a ella, pertenecientes al Centro de Investigación para la Educación Inclusiva de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso. La escuela buscó asociarse al Centro de Investigación tras enfrentar episodios recurrentes de maltrato verbal y físico entre estudiantes, de los estudiantes hacia los profesores, fugas y expulsiones de estudiantes desde la sala de clases, quienes posteriormente daban golpes de pies en las puertas.
Los seis integrantes se conformaron como equipo de investigación-acción desde abril de 2018, dedicando a ello tres horas de trabajo semanal. El trabajo comenzó con la reflexión sobre las concepciones y prácticas cotidianas del equipo de investigación-acción frente a situaciones de violencia, agresividad y disrupción escolar. A partir de ello, el equipo elaboró la hipótesis de que sus decisiones cotidianas de gestión no consideraban la experiencia ni la visión de sus destinatarios: los estudiantes. Buscando contrastar esta hipótesis, se diseñó un estudio para conocer las interpretaciones de los estudiantes respecto de la violencia escolar y su gestión, el cual reportamos en este artículo.
Para conocer la visión de los estudiantes, el diseño del estudio consideró la aplicación de dos técnicas: entrevistas individuales semiestructuradas (Prieto, 2001) a estudiantes y una encuesta breve tras fugas o expulsiones de aula en horario de clases.
Las entrevistas individuales semiestructuradas consultaban sobre la experiencia de los estudiantes en la escuela y sus significaciones de los episodios de violencia que ocurrían en ella. Su realización fue distribuida entre cada uno de los integrantes del equipo de investigación-acción, siendo grabadas y posteriormente transcritas. Estas entrevistas se realizaron individualmente en aulas de recursos, previniendo la presencia o la interrupción de terceras personas. Previo a las preguntas, a los estudiantes se les ofreció realizar un juego de mesa para generar cercanía con el entrevistador.
La encuesta breve ante fugas y expulsiones de estudiantes desde el aula consultaba al estudiante que salía de la sala en horario de clases (período lectivo) sobre el motivo de su salida, registrándose en un cuaderno de campo. Asimismo, se brindaba apoyo en otra sala para la continuación de la instrucción pedagógica interrumpida, mediando con el profesor para que el o la estudiante pudiera reintegrarse a la clase. En casos necesarios, se apoyaba la regulación emocional del estudiante. Su aplicación se realizó el martes y jueves de la segunda semana de octubre del año 2018, entre las 08:00 y las 13:00 horas. Esta programación fue acorde a la disponibilidad horaria del inspector y de la encargada de convivencia, quienes aplicaron el instrumento pues su trabajo se desarrollaba fuera del aula, en patios, pasillos y oficinas administrativas, en los cuales circulaban los estudiantes tras las fugas y expulsiones.
El centro escolar en el que se realizó el estudio es particular-subvencionado, es decir, se financia con fondos públicos administrados por una fundación privada sin fines de lucro. La institución no cobra copago a las familias de los estudiantes matriculados. La medición nacional de calidad educativa SIMCE ubicaba a esta escuela en la categoría de desempeño insuficiente en 2018, período en que se realizó la indagación. Esta categoría es la más baja de acuerdo con la Ley N°20.529 de Chile. La matrícula total del año en que se hizo el estudio era de 120 estudiantes (20 mujeres), con un curso por nivel, desde prekínder a 8° año de educación primaria. De acuerdo con un sistema de nacional de caracterización socioeconómica y educativa (SINAE), 100% de los estudiantes y sus familias se encontraban en situación de vulnerabilidad, registrando indicadores de pobreza.
Para las entrevistas sobre la experiencia escolar, el equipo de investigación-acción decidió trabajar con una muestra de tres estudiantes por curso, seleccionados al azar. Esta decisión tuvo tres fundamentos: 1) viabilidad, pues los tiempos de trabajo no permitían entrevistar a la matrícula total; 2) máxima variabilidad, para recoger la experiencia de la diversidad de estudiantes, y 3) contraste de la acción profesional, buscando evidencias para problematizar el foco de trabajo habitual del equipo de convivencia escolar: el estudiante disruptivo o agresivo.
El procedimiento de muestreo se desarrolló durante dos sesiones de taller de investigación-acción. En un primer momento, para problematizar las concepciones y prácticas habituales de la gestión de la convivencia, se identificó a los estudiantes que recurrentemente –a lo menos dos veces por semana– eran atendidos por los profesionales del equipo de convivencia debido a fugas y disrupciones en clases. Como resultado, se obtuvo una lista de cinco estudiantes varones, uno por cada curso de 4° a 8° año. Dado el criterio de máxima variabilidad adoptado por el equipo, se decidió no basarse solo en los cinco estudiantes categorizados, sino incluir a cualquier estudiante de la escuela. Para ello, se utilizaron los números de identificación que cada estudiante tiene en las listas de registro de sus cursos, sorteando aquellos que participarían en el estudio y seleccionando a 18. De ellos, participaron 15, pues un seleccionado fue retirado del establecimiento y otros dos presentaron inasistencias de manera intermitente durante el período de producción de información (octubre de 2018). Entre quienes participaron hubo cuatro mujeres y 11 hombres, uno de los cuales estaba categorizado entre los estudiantes disruptivos. Esta coincidencia no fue intencional.
Por otra parte, sobre las salidas del aula en horario de clases, el primer día de registro se contabilizaron ocho, logrando indagar en los motivos de siete de ellas. En la segunda oportunidad se registraron 12 salidas, con testimonios de ocho de ellas. Las técnicas de producción y cantidad de participantes se resumen en la tabla 1.
Tabla 1
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Participantes |
Técnicas de producción de datos |
15 estudiantes |
Entrevistas individuales semiestructuradas |
15 estudiantes |
Encuesta breve ante fuga o expulsión del aula en horario de clases |
Fuente: Elaboración propia. |
La información fue transcrita y procesada con análisis de contenido (Saldaña, 2009). Una primera fase del análisis correspondió a la selección de unidades de registro, creando códigos e instrucciones para su aplicación. Posteriormente, se agruparon los códigos, resultando cuatro categorías temáticas, según el contenido semántico de las citas.
Para el resguardo de la validez de los datos se realizó una auditoría interna de dependencia (Ruiz-Olabuénaga, 1996), triangulando los análisis de la información realizados por el equipo de investigación-acción con expertos de otras escuelas y del mundo académico. Primeramente, el análisis de datos y los resultados del análisis fueron examinados por el consejo de profesores del centro educativo donde se realizó la indagación y luego, por otros investigadores y colaboradores del Centro de Investigación para la Educación Inclusiva (Cornejo & Salas, 2011; Johnson-Mardones, 2017).
El equipo investigador asumió la posición de aprendiz de los estudiantes y su cultura. Ello implicó la vigilancia de la relación pedagógica, procurando que fuera flexible y respetuosa ante las experiencias, visiones y expresiones de los niños y niñas participantes (Vergara et al., 2015)
El estudio contó con el consentimiento informado de la dirección del establecimiento, así como de los profesores y de los apoderados de los estudiantes que participaron. Todos los estudiantes y apoderados de la institución escolar fueron informados sobre el proyecto de investigación mediante comunicaciones masivas en reuniones. A los estudiantes seleccionados, previo a la entrevista, se les solicitó su asentimiento para grabar y analizar la información, comprometiendo el anonimato y la confidencialidad. Para respetar dicho compromiso, el material fue cegado en su transcripción, omitiendo nombres propios.
La primera categoría temática refiere a un cotidiano que transcurre entre clases que los participantes calificaron de aburridas, con escasas instancias para cultivar vínculos con la mayoría de los profesores. Las siguientes dos categorías comunican las diferentes experiencias posibles ante dicha distancia: mientras algunos estudiantes buscaban fugarse de las clases o interrumpirlas a través de peleas o destrucción de mobiliario –siendo posteriormente atendidos por los profesionales de la escuela–, otros se conformaban en silencio, a pesar de estar afectados por la situación. La cuarta y última categoría refiere a propuestas de mejora de la convivencia escolar enunciadas por los niños y niñas.
Tanto en las entrevistas como en las encuestas breves, los participantes indicaron que las clases resultaban tediosas. Esta situación se configuraba por condiciones de forma y de fondo. En cuanto a la forma, los contenidos y actividades no eran del interés de los estudiantes.
Asimismo, la dificultad de las tareas era vista como causa de desenganche y hasta de su abandono (figura 1). “Me ha pasado que a veces no entiendo y a veces no te repiten la explicación dos veces, o a veces sí, pero tú ya estai frustrado” (estudiante, 8° grado).
Figura 1. Copia extraída del registro de salidas de estudiantes en horario de clase, martes 08 de octubre 2018Fuente: Elaboración propia con base en el registro de salidas del aula. |
Otro aspecto de forma es el encierro de la sala de clases, la monotonía de las tareas y la corporalidad de los profesores al hacer clases, que transmiten desgano y falta de alegría.
E: Porque las clases son muy fomes2, porque son todos los días lo mismo, copiando de la pizarra, encerrados en la sala, a veces ni siquiera abren una ventana. Además, escuchar al profe, porque hablan como sin alegría, hablan como desanimados.
I: ¿En qué lo notas?
E: En la cara… (estudiante de 3°grado).
El aburrimiento en clases es asociado por los participantes con el surgimiento de la indisciplina y la violencia escolar, lo cual desarrollamos en la siguiente categoría.
Los participantes indicaron que en cada curso había estudiantes que se involucraban en peleas entre ellos, explicando que, por una parte, se debía a factores individuales, tales como la desmotivación e irritabilidad (figura 2). Por otra parte, respondía a que las clases eran aburridas y monótonas, lo que profundizaría la desmotivación y facilitaría que los estudiantes se molestaran entre sí. De este modo, las peleas entre compañeros pueden entenderse en buena medida como una violencia que se da en la escuela, mediada por la propuesta pedagógica.
Figura 2. Copia extraída del registro de salidas de estudiantes en horario de clase, jueves 10 de octubre 2018Fuente: Elaboración propia con base en el registro de salidas. |
Para los participantes, había relación entre la indisciplina en clases, las fugas y la escuela como institución. Para ellos, las acciones de desobediencia implicaban una protesta por no entender ni estar a gusto en clases, pudiendo entenderse como formas de violencia hacia la escuela.
E: Que hay algunos compañeros que botan las mesas a veces, le pegan a los compañeros… Y dicen garabatos (…)
I: ¿Cada cuánto pasa eso?
E: Cada 2 días o 1 día.
I: ¿Y por qué crees que pasa?
E: Porque no quieren estudiar (estudiante 3°grado).
“Ahí se frustran [los estudiantes] y piensan que es fome. Explotan. La mayoría de las veces salen porque ellos quieren” (estudiante 7° grado).
En las siguientes citas, se desprende que la violencia en y hacia la escuela, además de permitir a los estudiantes evadir las clases que les parecían aburridas, les permitía ser atendidos por el personal de la escuela. Esto ocurría pues la institución focalizaba la intervención psicosocial exclusivamente en los estudiantes que se comportaban de manera disruptiva o violenta.
En el siguiente extracto vemos un mecanismo de la cultura escolar, que comienza con la emisión de una conducta disruptiva o violenta por parte de un estudiante, que activa –al ser vista por algún funcionario de la escuela– la intervención de a lo menos un profesional. Conlleva la salida de la sala, para ser contenido y entrevistado –referido a través de la expresión coloquial pescar, que equivale a ser visto y atendido–, a pesar de hacerlo por motivos negativos. El extracto da entender que para ser escuchados y contenidos, los estudiantes tienen que no solo elevar la voz, sino conseguir ser quien hace más ruido o violencia, hasta el punto de interrumpir o llamar la atención de un adulto.
Si aquí uno le pega al otro, te pescan, te mandan a inspectoría, llegan todos y ahí te vai de la sala (...) más aburrido estar en la sala. El que grita más fuerte lo pescan, a lo choro no más (entrevista a estudiante 8° grado).
La expresión ser choro refiere a ser astuto y agresivo para obtener ventajas materiales o sociales. Dicha actitud suele estar legitimada socialmente entre las comunidades más vulnerables (Pavez, 2012; Sepúlveda & Murillo, 2012), mientras que para los profesionales de las escuelas –más representativos de la clase media (Burke & Whitty, 2018)– ser choro corresponde a un estereotipo negativo, habitualmente contrario al perfil de estudiante y a los valores de esfuerzo, respeto y saber académico (Lalueza, 2012). Este conflicto de valores se replica en esta escuela, en tanto los estudiantes choros consiguen la escucha, la salida del aula y la contención de los adultos. Con ello se confirma el estereotipo negativo que los adultos de la escuela tendrían asociado con la cultura de las familias y comunidades de origen de los estudiantes.
El circuito de los estudiantes que logran ser atendidos por los profesionales de la escuela incluía con frecuencia la sala de inspectoría. En este espacio, los alumnos eran registrados, consignando junto con sus nombres los hechos que provocaron su fuga o expulsión. En buena parte de los casos se consultaba al profesor de la clase de proveniencia y se daba aviso al profesor jefe , decidiendo la aplicación de sanciones con base en el reglamento de convivencia escolar. Con frecuencia recibían sermones por parte del inspector o de la encargada de convivencia y se quedaban en dicho lugar un tiempo antes de incorporarse a las siguientes clases. Allí, podían usar un sillón destinado a ser un espacio tranquilo para que se calmaran. Contaban también con una mesa, lápices y hojas para dibujar o colorear.
A pesar de las medidas punitivas aplicadas en la inspectoría, los participantes valoraban la seguridad y comodidad que les brindaba el espacio. Tal como indicaron: "Me gustar estar en inspectoría para pintar y jugar" (estudiante, 3° grado); “Ahí [en la inspectoría] no me molestan, estoy más seguro” (estudiante, 6° grado).
Los participantes indicaron que los estudiantes que no realizaban conductas disruptivas ni violentas se encontraban en una situación desventajosa. A pesar de no ostentar el rótulo negativo de estudiante problema, se encontraban en general en una situación de conformidad ante el contexto de clases aburridas: “A veces salen solos porque dicen que se aburren de las clases. Algunas veces yo también me aburro” (estudiante, 3°grado).
Por otra parte, al observar la ocurrencia de actos de indisciplina en el aula y peleas entre otros estudiantes, sentían fastidio ante lo reiterativo de las situaciones. Asimismo, sentían tristeza y miedo por los daños que pudieran causarse a otras personas o al inmueble: “Me siento mal cuando pelean y esas cosas, no me gusta” (estudiante, 2° grado); “Me da un poco de pena porque se enojan y empiezan a pegarse (..) Me da pena que ellos reaccionen mal porque sin querer podrían pegarles a las tías4” (estudiante, 4°grado); “Es que ya me estoy aburriendo, me estoy hartando, de que pase una, y otra y otra vez” (estudiante, 7° grado).
Algunos de ellos validaban las fugas voluntarias y la medida de expulsión de los compañeros que cometían indisciplina y violencia en la sala, por cuanto les aliviaba y les hacía sentir más seguridad. “Siento alivio cuando salen porque ya no van a estar molestando” (estudiante, 5° grado).
También fue evidenciado el malestar relacionado con ser víctima de agresiones de parte de otros compañeros: “Con mis amigos me llevo bien, pero con otros mal. El otro día un compañero me bajó los pantalones. Me molesté y sentí vergüenza” (estudiante, 6° grado). Además de molestia y vergüenza, algunos señalaron sentir tristeza, “me siento triste porque a nadie le gusta que le molesten” (estudiante, 3° grado).
En esta experiencia, acusaron que las situaciones de maltrato verbal no eran visibilizadas por los adultos, así tampoco las de maltrato físico que ocurrían en lugares donde no había adultos presentes.
No me gusta compartir mucho porque te dicen [los otros niños] ‘esto no se hace así, es así’ y te molestan. Me molestan de todos los cursos, no sé por qué (…) Me quedo callada o me voy… Si les digo algo [al personal de la escuela] me van a seguir molestando porque no te pescan ni te escuchan (estudiante, 4°grado).
Vergüenza, impotencia y culpa son sentimientos que manifestaron los estudiantes que recibían maltrato físico y verbal de parte de otros compañeros. A la vez que percibían desamparo ante la violencia escolar, asumían la responsabilidad de que la situación persistiera, por no saber manifestar su propio malestar y su necesidad de cambio. Consideraban que la alternativa de gritar más fuerte podría ser útil para lograr la atención que requerían, pero hubieran preferido contar con la escucha y atención cotidiana de los adultos, no ligada a la agresividad ni a la choreza.
Yo soy culpable, porque yo no digo que a mí me molestan todo el tiempo (...) Me gustaría que la escuela viera lo que pasa, que algunos no vamos a gritar, yo quiero que escuchen lo que está pasando, lo que me pasa (estudiante, 4°grado).
Las últimas citas muestran que los estudiantes han aprendido que quienes reciben o son testigos de agresiones por parte de sus pares no son atendidos por el personal de la escuela. Han aprendido que entre las pocas alternativas de acción que tienen en esta situación se encuentra el auto silenciamiento y el distanciamiento del contexto en el que se ejercen agresiones entre estudiantes. Estos aprendizajes se establecieron en el marco de una gestión escolar sobre focalizada en los estudiantes que calzaban con el estereotipo del choro. No obstante, había estudiantes que no querían ocupar tal categoría y no lograban encontrar un espacio en la cultura de la institución escolar. Esta situación puede entenderse como violencia desde la escuela hacia los estudiantes y su cultura.
Por último, en el habitar de estos estudiantes en su escuela, fue indicado que en los recreos recurrían a ocupar el Centro de Recursos del Aprendizaje (CRA) y la inspectoría para pasar el tiempo. Explicaron que en esos espacios se sentían más seguros y a gusto, configurándose como refugios ante el desamparo referido respecto del maltrato que observaban o recibían. Eran espacios de agrado y de los cuales gustaban participar. "En el recreo salgo de la sala porque ahí me molestan y acá estoy más seguro" (estudiante, 2°grado. La entrevista fue realizada en la sala de inspectoría). "Estar en inspectoría para pintar y jugar" (estudiante, 2° grado). “Me gusta ir al CRA porque hay muchas cosas, libros, y hago actividades, me olvido de problemas o errores que hice sin querer (…) y me siento seguro” (estudiante, 5° grado).
Aunque los estudiantes percibían que la indisciplina y la violencia se daban con frecuencia en su escuela y se sentían desamparados, impotentes, con miedo, culpa y fastidio ante ella, expresaban paralelamente deseo y esperanza en que la situación pudiera mejorar o cambiar.
Un primer potencial para sentirse bien en la escuela, según los participantes, estaba en la disponibilidad de materiales de la institución: “Me gusta que tengamos tantas cosas: compus, libros, datas” (estudiante, 5°grado). Así también, destacaban el inmueble en general: “Me gusta la escuela porque es colorida. Brilla con el sol” (estudiante, 2°grado).
También destacaban episodios en los que habían sido premiados, en que habían ayudado a otros o en que habían representado al establecimiento. “Si me siento valorado en la escuela, no sé muy bien... En los premios, en los actos, cuando ayudo a alguien, o separo una pelea” (estudiante, 5° grado). Se trataba de situaciones sociales en las que se habían sentido importantes para la institución y en las que se les había dado oportunidades de logro.
A mí me gusta cuando vamos a los campeonatos, porque ahí te apoya el profe, te dice ‘tú puedes’, y ahí no pasa na [ni peleas ni indisciplina]. Yo creo que es porque te hacen sentir bien, piensan que tú lo vai hacer bien, no sé po… porque al final uno no siempre se porta mal po (entrevista a estudiante, 8° grado).
Un elemento que visualizaban más lejano era el aprendizaje mediante el juego. Indicaban que sería de gran ayuda que las materias fueran estudiadas a través de actividades lúdicas. También valoraban los espacios de libre disposición para intercambiar ideas o crear, con límites de no hacer daños o destrozos: “Me gustaría que cambiara la forma de hacer clases, que sean más divertidas y con más juegos” (estudiante, 7° grado); “Me gusta artes, que puedes hacer cosas de arte, todo lo que te venga a la mente, y educación física porque el profe nos deja tiempo libre” (estudiante, 3°grado); “Que a veces podamos hacer lo que queramos, pero menos hacer destrozos… romper” (estudiante, 5°grado).
Por último, mencionaron que un cambio significativo sería tener una relación más cercana y afectuosa con sus profesores. Frente a la pregunta sobre qué le dirías a esta escuela, un participante señaló: “Que los profesores te hagan cariño" (estudiante, 2° grado).
La realización de este estudio permitió al equipo investigador contrastar sus propias creencias y prácticas de gestión con la mirada de sus estudiantes. La gestión implementada hasta el momento de hacer el estudio estaba focalizada en intervenir sobre los estudiantes que consideraban disruptivos o violentos por su personalidad. El ejercicio participativo de muestreo permitió ver que la cantidad de estudiantes que eran intervenidos habitualmente por el equipo era reducida (cinco estudiantes de 4° a 8° año). Sin embargo, concentraban gran parte de la acción profesional.
Los resultados guiaron al equipo a ver más ampliamente, conectando los episodios de agresividad o explosiones–en palabras de los y las estudiantes–, con las experiencias en las clases. Es decir, si bien la personalidad y la cultura de origen podía relacionarse con el surgimiento frecuente de dichos episodios, resultaba necesario considerar que la propuesta pedagógica de la escuela no resultaba acogedora ni interesante para los niños y las niñas. Aparentemente, los profesores tampoco se sentían bien en las clases, según observaban los participantes en sus rostros desganados. En este marco, algunos estudiantes no podían soportar la rutina y la desbarataban con los actos considerados violentos y disruptivos por los profesionales que gestionaban la convivencia y por sus propios pares.
Estos actos posiblemente simbolicen una disputa del poder vertical ejercido desde los docentes hacia los estudiantes en el aula, en la cual los niños y las niñas se volvían parcialmente conscientes de la posición construida sobre ellos (Grinberg et al., 2014; Kaplán et al., 2012) e intentaban una salida (im)posible y efímera. Estos actos corresponderían no a estudiantes aislados causando problemas, sino a situaciones de violencia en la escuela, en tanto los actos de disrupción y agresión tomaban forma y sentido dentro de ella. También implicarían violencia hacia la escuela, pues intentarían romper con los diseños y regímenes sostenidos por la gestión de la convivencia.
Por otra parte, los resultados permitieron ver que los niños y las niñas que observaban y recibían agresiones también necesitaban atención, escucha y reconocimiento en su experiencia e identidad (Fierro, 2017; Garcés-Delgado et al., 2020; Yáñez et al., 2018). Esta arista lleva a considerar que la gestión focalizada de la convivencia establece una distribución inequitativa de los recursos psicosociales en la escuela (Kaplán, 2006, 2009; Tomasini et al., 2014), organizada en torno a la gestión del riesgo psicosocial de la infancia (Grinberg, et al., 2014; Infante et al., 2011) y a su subsidio compensatorio (Bonal & Bellei, 2018; Llóbet, 2006). Esta inequidad en la distribución de recursos psicosociales puede interpretarse como una situación de injusticia educacional (Rojas et al., 2019), en tanto las experiencias de fastidio, tristeza, miedo, vergüenza, desesperanza y culpa manifestadas por los estudiantes que observaban y que recibían agresiones quedaban desatendidas.
Por otra parte, tanto la visibilización negativa del estudiante choro como la invisibilización de subjetividades alternativas entre los estudiantes pueden interpretarse como ejercicios de violencia simbólica (Grinberg, 2015; Kaplán, 1992), pues se reproduce el estigma del estudiante choro (García & Madriaza, 2006), desplegando el equipo de convivencia un esfuerzo repetitivo de contención de sus conductas, sin buscar su modificación ni la transformación de las condiciones sociales que las sostienen (Giroux, 1986). A su vez, en la escuela no se brindan espacios para reconocer ni desarrollar otras subjetividades (Kaplán, 2006) vinculadas con sus potencialidades (Grinberg et al., 2014), a su diversidad cultural (Lalueza, 2012) y a sus posibilidades de aprender (Julio, 2016) a relacionarse y a convivir en un ambiente inclusivo y pacífico (Fierro & Carbajal, 2019). Estos ejercicios de violencia simbólica se dirigirían desde la escuela hacia los estudiantes y su cultura.
Los niños y niñas participantes mostraron que las situaciones de violencias en, hacia y desde la escuela les enseñaron a gritar o a callar. Entre estas alternativas de acción, ellos sostenían esperanza en su escuela y en sus profesionales. Valoraban los recursos didácticos, los escasos espacios de juego y de aprendizaje libre. Tenían expectativas en que el personal de la escuela se diera cuenta de lo que estaban viviendo, que los escucharan, que cesaran las peleas y disrupciones, y que mejoraran la calidad y la calidez de las clases. Esto lleva a considerar que la escuela, a la vez que reproduce la exclusión social de las infancias y juventudes marginalizadas, conserva un alto valor simbólico como espacio de inclusión y desarrollo (Gómez & Zurita, 2013; Rojas et al., 2019).
Una gestión que escuche lo que está pasando implicaría, en primer término, mirar más ampliamente la violencia escolar, reconociendo la indefensión y el desamparo de quienes la reciben y son testigos de ella. En un segundo término, visibilizar y validar socialmente otras posiciones e identidades que se encuentran silenciadas en la cultura de la escuela. Con base en ello, puede diseñarse y sostenerse una distribución más equitativa de la atención psicosocial, con perspectiva transformadora.
En miras de lograr lo señalado anteriormente, se hacen relevantes los recursos y espacios para el trabajo reflexivo sobre las prácticas de gestión de la violencia y la convivencia en la escuela (Fierro & Carbajal, 2019). Esto, a su vez, insta a reconsiderar la situación de violencia estructural en el sistema educativo, que mantiene a las escuelas que concentran a los estudiantes y familias más marginalizados de la sociedad –como la que participó en este estudio–, gestionando con recursos acotados y focalizados (Bonal & Bellei, 2018).
Un elemento interesante de profundizar en futuros estudios son los espacios de refugio ante las violencias escolares que enunciaron los estudiantes, constituidos en este caso por el CRA y la inspectoría. Indagar esta situación en otros centros escolares podría iluminar sobre el ambiente, los recursos y estructuras que resultan atractivas y seguras para los estudiantes. Otro elemento para contrastar en próximos trabajos es la falta de alegría advertida por los estudiantes en sus profesores. Conocer la experiencia y perspectiva de los docentes de aula resulta necesario para ampliar la problematización y la búsqueda de soluciones pertinentes y viables.
La realización de este estudio en el marco de una investigación-acción permitió el encuentro de las esperanzas de cambio del equipo responsable con las de los niños y niñas frente a la(s) violencia(s) escolar(es). Fue una oportunidad para repensarse con y para la niñez, encaminándose hacia una gestión escolar inclusiva y justa con los estudiantes, sus perspectivas y su cultura (Díaz et al., 2019; Yáñez, et al., 2018).
Financiamiento: proyectos SCIA ANID CIE160009 y FONDECYT 1191267.
Agradecimientos: Centro de Investigación para la Educación Inclusiva y proyecto FONDECYT 1191883.
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1. Esta metodología de medición de la condición de vulnerabilidad se denomina SINAE, y es diseñada y aplicada en las escuelas por la Junta Nacional de Auxilio Escolar y Becas.
2. Chilenismo para aburrido (n. de la corr.).
3. Chilenismo que puede utilizarse en diferentes contextos (entretenido, divertido, por ejemplo), pero que en este contexto quiere decir peleador, agresivo (n. de la corr.).
4. En Chile, el término las tías se utiliza para designar a las profesoras o educadoras, generalmente por parte de los más pequeños (n. de la corr.).