Pensamiento Educativo. Revista de Investigación Educacional Latinoamericana 2019, 56(1), 1-15
1 Universidad de Chile.
2 Santiago, Chile.
Las movilizaciones feministas estudiantiles de 2018 en Chile plantearon una serie de desafíos en el ámbito universitario, transversalizando la demanda por una educación no sexista. El presente artículo busca problematizar dicha demanda, tomando en cuenta la teoría y trayectoria de las pedagogías feministas interseccionales, con el objetivo de complejizar y profundizar el debate en torno al sexismo en la educación. Para ello, comenzamos con una contextualización de la movilización feminista en Chile —señalando sus principales reivindicaciones—, para luego enfatizar en el enfoque interseccional, a modo de posicionamiento y conceptualización. En un segundo momento nos situamos desde las pedagogías feministas interseccionales analizando cuatro ejes que nos parecen sustantivos en relación con las demandas que plantea el movimiento: epistemologías feministas y saberes situados; las pedagogías feministas como prácticas encarnadas y afectivas; relaciones y jerarquías de poder y el énfasis en la dimensión relacional y colectiva de la construcción de saberes; y, por último, la preocupación por mejorar las condiciones materiales de vida de las personas. Finalmente, en las conclusiones, enfatizamos cómo las pedagogías feministas interseccionales permiten ir más allá de una educación no sexista, proponiendo un proyecto estructural, complejo y liberador de transformación social.
Correspondencia a:
Lelya Troncoso Pérez
Av. Capitán Ignacio Carrera Pinto 1045, Ñuñoa, Santiago, Chile. lelyatroncoso@uchile.cl
Agradecimientos al Fondo de Investigación U-inicia 2018 de la Universidad de Chile. Este artículo se inspira en una primera etapa de revisión bibliográfica realizada para el proyecto en curso “Desafíos de una ‘educación no sexista’: resistencias y potencialidades para la incorporación de saberes y prácticas feministas en las ciencias sociales” (Investigadora Responsable Dra. Lelya Troncoso).
© 2019 PEL, http://www.pensamientoeducativo.org - http://www.pel.cl
ISSN: 0719-0409 DDI: 203.262, Santiago, Chile doi: 10.7764/PEL.56.1.2019.1
The feminist student movement of the year 2018 in Chile posed a series of challenges to universities, mainstreaming the demand for a non-sexist education. The present article seeks to problematize this demand taking into account the theory and trajectory of intersectional feminist pedagogies, deepening the debate around sexism in education. We begin with a contextualization of the feminist student movement in Chile, pointing out its main demands. Then we explain our intersectional approach, as a positioning and a conceptualization. Secondly, we address intersectional feminist pedagogies presenting four axes we consider relevant in relation to the demands posed by the movement: feminist epistemologies and situated knowledges; feminist pedagogies as embodied and affective practices; relations and hierarchies of power: the emphasis on the relational and collective dimension of the construction of knowledges; and the concern to improve people’s material living conditions. Finally, in the conclusions, we emphasize how intersectional feminist pedagogies allow us to go beyond a non- sexist education, proposing a more structural, complex and liberating project of social transformation.
El movimiento feminista del futuro tiene que pensar en la educación feminista como algo significativo en la vida de todo el mundo (hooks, 2017, p. 45).
Is it what I am doing as teacher enhancing our capacity for transformative practice? In my particular circumstances, what kind of teaching and learning has de most potential to develop a collective capacity to engage in transformative feminist practice? (Manicom, 1992, p. 383)1.
El movimiento feminista ha tomado fuerza durante los últimos años, cuestión que se ha evidenciado particularmente en América Latina a través de campañas, manifestaciones y acciones demandando el fin de la violencia de género, aborto legal, seguro y gratuito, y una educación no sexista (Fielbaum y Caviedes, 2018).
En Chile el movimiento feminista estudiantil, ha tenido particular relevancia al posicionar la necesidad de una educación no sexista como demanda transversal (Del Valle, 2016; Follegati, 2018; Zerán, 2018).
En relación y tensión con otros movimientos estudiantiles, gran parte del movimiento feminista reciente tuvo su base en el espacio universitario (Follegati, 2016; 2018), articulando las demandas de estudiantes movilizadas a lo largo del país que comenzaron a delinear lo que serían sus dos ejes sustantivos: fin de la violencia de género en los espacios educativos y educación no sexista (Palma, 2018).
El estallido de la actual movilización2 se dio entre los meses de abril, mayo y junio de 2018, correspondiendo su inicio a la toma de estudiantes de la Universidad Austral en abril de ese año, motivada por el rechazo e indiferencia de las autoridades frente a los casos de acoso sexual perpetrados en el establecimiento. Así, diversas universidades del país se sumaron a esta iniciativa, denunciando los casos de acoso sexual y manifestándose por la necesidad de contar con protocolos de actuación frente a las denuncias, los cuales muchas veces eran deficientes o inexistentes (Muñoz, Follegati, y Jackson, 2018).
1 Traducción de las autoras: “¿Lo que hago como profesor/a está realzando nuestra capacidad para prácticas transformadoras? En mis circunstancias particulares ¿Qué tipo de enseñanza y aprendizaje cuenta con el mayor potencial para desarrollar una capacidad colectiva de compromiso con prácticas feministas transformadoras?”.
2 Actualmente existe un incipiente debate en el campo feminista respecto de las características actuales del movimiento feminista latinoamericano y chileno. Si bien es de común acuerdo el auge y organización del movimiento feminista latinoamericano en la década de los 80 (Escobar, Álvarez, Dagnino y Montilla, 2001; Largo, 2014; Kirkwood, 2016), no es clara la vigencia de este en las décadas posteriores. Algunos textos han interrogado acerca de la presencia y vigencia del movimiento en los 90 y comienzos del 2000 (Ríos, Godoy y Guerrero, 2003; Vera, 2006), y otros han caracterizado el auge del feminismo como un nuevo tipo de acción (Araujo, 2002). De todas formas, para enfrentar el movimiento actual y explicitar el carácter del movimiento, se vuelve preciso realizar un análisis detallado que escapa al objetivo de este artículo. Por lo mismo, hemos optado por el concepto de “movilización”, más que por el de “movimiento”, atendiendo al carácter temporal de la acción y demandas que nos interesan.
Al respecto, un eje transversal lo constituyó la demanda por una educación no sexista, tal como se explicita en el petitorio unificado de la Universidad de Chile:
El sexismo en la educación es palpable en el currículum educativo, así como también en las prácticas dentro y fuera del aula. En efecto, observamos, por ejemplo, bibliografía compuesta mayoritariamente por autores hombres en todos los cursos de todas las carreras de la universidad; desconocimiento en temáticas de género del cuerpo docente, lo que conlleva a comentarios y conductas machistas e invisibilización del conocimiento producido por mujeres (Universidad de Chile, 2018a, p. 11).
Esta consigna se desglosó en demandas específicas que iban desde la inclusión de políticas no sexistas en los currículos educativos (modificación de bibliografías y comportamientos dentro y fuera del aula) hasta la transformación de los reglamentos internos, perfiles de egreso e instancias de formación y capacitación, entre otras.
En un proceso social en desarrollo, donde aún se disputan los lenguajes, modos, significados y prácticas de lo que sería una educación no sexista, nos interesa especialmente profundizar y complejizar el debate, a partir de un diálogo con lo que identificaremos como pedagogías feministas interseccionales. Este ejercicio nos parece urgente, ya que nos permite pensar en una educación crítica cuya finalidad es trabajar en pos de una justicia social más amplia, para lo cual es necesario articular miradas no reduccionistas, que no aborden el sexismo como una problemática descontextualizada o aislada de otras relaciones de poder. ¿En qué medida las pedagogías feministas interseccionales pueden aportar y complejizar el debate en torno a una educación no sexista?, ¿cuáles serían los elementos de las pedagogías feministas interseccionales que pudieran informar crítica y constructivamente de los requerimientos de la movilización estudiantil feminista? Estas son algunas de las interrogantes que abordaremos a lo largo del artículo.
Al respecto, observamos que algunos petitorios y demandas estudiantiles señalan lo interseccional como relevante, sin embargo, no se profundiza en qué se está entendiendo por interseccionalidad y, finalmente, pareciera que no existe un desarrollo sustantivo de esta perspectiva en las demandas estudiantiles ni en la institucionalidad universitaria. Así, nos mueve la necesidad de volver a mirar, con los ojos de la urgencia del presente, aquellos debates y diálogos feministas que puedan inspirar —como saberes siempre situados— nuestra praxis política como profesoras, profesores y estudiantes comprometidas(os) con un proyecto feminista de transformación social, que trascienda las miradas unilaterales de los procesos de emancipación (Cumes, 2012). Si bien las pedagogías feministas comprenden un espectro más amplio que el espacio universitario, en el artículo abordaremos el problema desde la formación superior, ya que es allí donde se visibiliza la demanda por la educación no sexista a partir del 2011, desplegándose luego a otros espacios educativos (Follegati, 2016); y porque corresponde al entorno en que nos desenvolvemos como académicas e investigadoras feministas.
De esta forma, en un primer momento desarrollaremos una breve contextualización de la movilización feminista estudiantil en Chile, para luego explicar qué entendemos por enfoque feminista interseccional y cómo nos permite complejizar la demanda por una educación no sexista a través de cuatro ejes temáticos que consideramos particularmente relevantes: el rol de las epistemologías feministas y los saberes situados en una pedagogía feminista interseccional; la necesidad de pensar las pedagogías feministas como afectivas y encarnadas; la preocupación explícita por las relaciones y jerarquías de poder, enfatizando en la dimensión relacional y colectiva de la construcción de saberes; y, por último, la preocupación feminista por mejorar las condiciones materiales y concretas de vida de las personas. En las conclusiones relacionaremos los aportes de los debates pedagógicos feministas interseccionales con los desafíos que enfrenta el movimiento feminista estudiantil en Chile.
La demanda por una educación no sexista se instala en Chile en el marco del movimiento estudiantil de 2011, que había plasmado temáticas en torno a la educación pública, gratuita y de calidad (Follegati, 2018). Esta consigna articulaba una preocupación por la persistencia y reproducción de desigualdades sexo-genéricas en los espacios educacionales, reflexión que se inició a partir de las propias organizaciones estudiantiles universitarias que comenzaron a tematizar el problema, particularmente a través de las secretarías y vocalías de género. En 2014 se organizó el primer Congreso nacional por una educación no sexista, el cual reunió a diversas organizaciones estudiantiles universitarias, colectivos feministas y
secretarías de género que se propusieron como objetivo aportar a la construcción de un proyecto educativo que hiciera frente al sexismo en la educación (Follegati, 2016).
Así mismo, las demandas de las universidades movilizadas durante 2018 visibilizaron una serie de situaciones que aquejaban a estudiantes, académicas, funcionarias y disidencias sexuales al interior de los espacios educativos, entre las que se cuentan las experiencias de acoso y abuso sexual, la reproducción de estereotipos de género y sesgos sexistas, androcéntricos y heteronormativos en las aulas, las desigualdades salariales entre académicos y académicas en las universidades, la menor participación de mujeres en cargos directivos, los prejuicios que viven mujeres académicas y estudiantes al intentar conciliar vida familiar y trabajo y la heteronormatividad institucional que se refleja en distintas experiencias de violencia y discriminación hacia estudiantes y docentes LGTB+, entre otras (Universidad de Chile, 2018a). Sin proponernos realizar una genealogía de las demandas por una educación no sexista, usaremos ejemplos que graficarán cómo se concibe el problema desde las estudiantes, dando cuenta de la amplitud de la demanda, como también de sus ambigüedades y limitaciones.
De esta forma, las demandas de las estudiantes movilizadas posicionaron a la educación sexista como un problema articulador de una serie de situaciones cuya crítica más profunda radica en cómo el heteropatriarcado se materializa en los espacios educativos, tal como señala el Petitorio Toma de Mujeres de FACSO (Universidad de Chile, 2018b).
La educación chilena, en todos sus niveles, reproduce el sistema patriarcal imperante, establece una división entre lo que se espera de hombres y mujeres en base a estereotipos y roles de género, imponiendo la heterosexualidad obligatoria y un modelo de familia tradicional. El sexismo en la educación es palpable en el currículum educativo, así también en las prácticas dentro y fuera del aula (Universidad de Chile, 2018b, p. 1).
De manera similar, el petitorio de los y las estudiantes de la Universidad Austral de Chile subrayó la necesidad de que las instituciones de educación superior tomaran medidas concretas, con el fin de modificar la forma en que se adquiere el conocimiento en los espacios educativos e impulsar medidas preventivas — como capacitaciones y cursos obligatorios de género en las diversas áreas— para fomentar espacios libres de sexismo y discriminación contra las mujeres y diversidades sexuales. Al respecto, enfatizan en:
pensar la educación como una herramienta transformadora, lo que exige una serie de cambios que apunten a potenciar los procesos de libertades —individuales y colectivas—, superando los cimientos históricos del machismo en Chile y su correlato en la discriminación hacia las diversidades sexuales, así como la reproducción de los valores patriarcales y heteronormativos de la sociedad (Universidad Austral de Chile, 2018, p. 1).
En tanto, la noción de interseccionalidad se incluyó a su vez en las demandas, pero su uso parece ser más bien nominativo y aditivo. La Universidad Austral de Chile, al respecto, recalca el contexto territorial e histórico:
por lo que debe hacer frente a las demandas de las mujeres tomando en consideración la interseccionalidad, es decir, teniendo en cuenta las categorías sociales que se entrecruzan como el género, la raza, la clase social, la orientación sexual, entre otros, al momento de adoptar una resolución (Universidad Austral de Chile, 2018, p. 2).
Por otro lado, el petitorio de las estudiantes de la Pontifica Universidad Católica de Chile enfatiza los siguientes elementos:
1. Incluir en el proyecto educativo UC una perspectiva de género, feminista e interseccional; 2. Instauración de cuotas de género y disidencias en la docencia y cargos administrativos, en razones proporcionales; 3. Implementación de ramos obligatorios de formación general con perspectivas de género y discriminación …; 4. Permitir el uso inclusivo del lenguaje en todas las instancias universitarias, considerando como parte de estas las entregas académicas; 5. Creación de una mesa de trabajo vinculante, multiestamental, disidente y feminista para discutir métodos que permitan evitar la discriminación arbitraria en las evaluaciones (Pontificia Universidad Católica de Chile, 2018, p. 5-6).
Frente a lo anterior, destacamos dos aspectos: por una parte, la incorporación de la noción de interseccionalidad en la política estudiantil y, por tanto, de la necesidad de comprender la intersección de estructuras y relaciones de poder en el campo educativo3; y, por otra, es preciso señalar la complejidad
3 Documentos como los petitorios no poseen la extensión ni el formato para profundizar en dicho problema.
del concepto, ya que comprende un abordaje teórico, epistemológico y metodológico, una forma de entender cómo opera el poder, pero también de hacer análisis psicosociales situados. En este sentido, es problemático enfrentar la interseccionalidad como una suma de opresiones o redundar simplemente en nombrarla, sin dar cuenta de cómo se articula el sexismo con otras formas de dominación y qué tipo de desigualdades y relaciones de poder se materializan en contextos particulares, o bien, cómo es que el sexismo, en las demandas de educación no sexista, se vuelve el punto nodal a partir del cual se articulan las otras dimensiones de diferenciación/desigualdad/opresión. Entonces, ¿cómo ir más allá de la demanda por una educación no sexista?, ¿qué aportes de los feminismos interseccionales consideramos claves para las pedagogías feministas?, ¿cómo ir más allá de los usos nominativos de la interseccionalidad como una aritmética de opresiones?
La noción de interseccionalidad fue acuñada por la abogada feminista y antirracista Kimberlé Crenshaw (1989), como herramienta para nombrar y analizar las experiencias de simultaneidad de opresiones, discriminación e invisibilización que experimentan las mujeres afroamericanas en Norteamérica. Sin embargo, diversas genealogías críticas afirman que se ha desarrollado un enfoque/paradigma interseccional feminista que no se restringe al uso explícito del concepto (Lykke, 2010; Nash, 2018; Viveros, 2016) y que se alimenta de los feminismos negros, chicanos, latinoamericanos y “de color”, los que se han preguntado por la relación entre distintos sistemas/ejes de opresión y diferenciación, y han problematizado el sujeto político unitario del feminismo blanco —la Mujer, con mayúsculas—, desde críticas antirracistas, poscoloniales, decoloniales, lésbicas, y socialistas, entre otras. En tanto propuesta teórica, epistemológica, metodológica y política (Viveros, 2016), una mirada interseccional busca construir un enfoque multidimensional y transdisciplinario para aprehender la complejidad de las relaciones de poder, las desigualdades y diferenciaciones sociales de manera integral (Crenshaw, 1989; Crenshaw, 1991; Hill Collins & Bilge, 2016). Es decir, la interseccionalidad busca evidenciar la interconexión, reciprocidad, co-constitución, consubstancialidad y la inseparabilidad de la etnia/raza, género, sexualidad y clase, junto con otras categorías que los movimientos sociales van politizando como las capacidades, la edad y la condición migratoria, entre otras. En este sentido, el género siempre debe pensarse en su articulación situada con otras categorías de diferenciación, así como también el patriarcado debe pensarse situado históricamente con otras estructuras de poder tales como el capitalismo, el colonialismo y la heterosexualidad obligatoria, entre otras. De esta forma, uno de los desafíos que plantea el feminismo meramente centrado en la categoría género y/o sexo es la necesidad de enfrentar un conjunto variado de opresiones, sin jerarquizar ninguna ni considerarlo a priori como pivote sobre el cual se articulan las demás, superando conceptualizaciones aritméticas de las desigualdades (Viveros, 2016).
La noción de interseccionalidad ha estado sujeta a un gran debate4, problematizándose su masificación, sus usos despolitizados (De los Reyes, 2016) y las limitaciones de la metáfora de la intersección (Lugones, 2005; Platero, 2012; Puar, 2011). En esta ocasión no ahondaremos en este debate, sino que más bien queremos abordar el potencial crítico de aquellas apuestas feministas interseccionales que se comprometen con la lucha por una justicia social amplia y compleja, la que no se reduce a cuestionar la desigualdad de oportunidades entre mujeres y hombres, o bien, a problematizar las experiencias de desigualdad que afectan a grupos de mujeres más privilegiadas, sino feminismos que articulan la lucha antipatriarcal con las luchas anticapitalistas, antineoliberales, decoloniales y antirracistas, entre otras.
Nos posicionamos desde un abordaje posestructuralista de la interseccionalidad, que la reconoce como lugar discursivo de encuentro y discusiones críticas, tanto productivas como conflictivas entre diferentes posiciones feministas (Lykke, 2010). En este sentido, un desafío es reconocer la articulación de estas estructuras de poder, evitando tratarlas como ahistóricas y preexistentes, con el objetivo de actualizar constantemente la pregunta por los modos y procesos de su articulación, y los efectos situados en tanto materialización social de relaciones, subjetividades y experiencias de privilegio, dominación, exclusión e inclusión.
Asumiendo la complejidad del debate en torno a la interseccionalidad, haremos un uso estratégico del concepto, rescatando su potencial político feminista. Así, concordamos con Viveros (2016), toda
genealogía de un concepto es política, enfatizando en los aportes de los feminismos negros, de color, latinoamericanos y de la disidencia sexual como “enfoques epistémicos descolonizadores” (2016, p. 1), y que los estudios de la interseccionalidad deben mantener la reflexividad autocrítica y análisis localizados y contextualizados. En ese sentido, la interseccionalidad es contextual y práctica y no una teoría general de la opresión (Crenshaw, 1989). Ahora bien, ¿cómo incorporar el enfoque interseccional al espacio educativo y ámbitos de conocimiento desde una perspectiva feminista?
Una posible respuesta es a través de las “pedagogías feministas interseccionales”, denominación que busca identificar aquellas propuestas pedagógicas feministas que ponen en práctica un enfoque interseccional en su manera de abordar las desigualdades sociales y las relaciones de poder, abarcando una amplia gama de debates críticos feministas negros, decoloniales, posestructuralistas y de la disidencia sexual queer/cuir5, las que permiten resistir la despolitización y (neo)liberalización de las demandas feministas.
Los debates pedagógicos feministas se han desarrollado en diálogo con las pedagogías críticas, coincidiendo ambas en pensarse como pedagogías liberadoras y revolucionarias. Este último aspecto es un elemento atendible desde el punto de vista de las exigencias del movimiento feminista estudiantil, al señalar la necesidad de comprender un espacio y “pedagogía otra” que pueda fomentar un proceso de libertad, más que de desigualdad y discriminación. Cuando las estudiantes señalan el carácter “patriarcal del sistema educativo”, dan cuenta de los amarres y conflictos que se gestan en su interior, donde el feminismo se yergue como una posibilidad de transformación efectiva. Por ello es pertinente atender las propuestas que las pedagogías liberadoras han planteado al respecto.
De este modo, es imposible obviar la inspiración del pensamiento de Paulo Freire (2005), cuyas propuestas van a influenciar los trabajos de hooks (1994; 2000; 2003; 2017), Korol (2007; 2016) y Walsh (2013; 2017), iniciativas tanto feministas como decoloniales que entablarán, a su vez, un diálogo crítico y constructivo, buscando ir más allá de los planteamientos de Freire. Al mismo tiempo, pedagogos críticos han incorporado propuestas feministas en sus trabajos (Giroux, 1991; McLaren, 2011). De este modo, las pedagogías feministas refieren tanto a una filosofía particular como a un conjunto de prácticas de enseñanza en el aula informadas por teorías feministas y basadas en los principios de los feminismos, preocupándose por el qué, el cómo y para qué se enseña (Crabtree, Sapp, & Licona, 2009). Así mismo, el campo de las pedagogías feministas da cuenta de un conjunto de discusiones en torno a las prácticas de producción y legitimación del conocimiento, además de abordajes particulares de contenidos, objetivos y estrategias de enseñanza y aprendizaje cuya finalidad está siempre enfocada en el cambio y la justicia social (Crabtree et al., 2009). No obstante, las apuestas pedagógicas feministas no deben ser consideradas como un manual de instrucciones claramente definidas ni como un set de técnicas pedagógicas, sino más bien como un posicionamiento político feminista, de debates abiertos y constructivos, que informan modos de enseñar y aprender de profesoras, profesores y estudiantes (Manicom, 1992).
Este último autor realiza una distinción importante al separar las iniciativas enfocadas en la igualdad de oportunidades y las iniciativas antisexistas en el ámbito educacional. Así, los abordajes antisexistas se caracterizan por desafiar y apostar a la transformación de relaciones estructurales de dominación y desigualdad, en tanto que las iniciativas de igualdad de oportunidades, por lo general, no se preocupan de abordar las relaciones de poder patriarcales que re/producen la subordinación de las mujeres, enfocándose en la desigualdad como un problema que se resuelve en la medida que más mujeres asumen posiciones de poder similares a las que ocupan los hombres más privilegiados. De este modo, se mantienen intactas las estructuras de poder que se deberían desafiar desde un enfoque feminista interseccional.
Ahora bien, la noción de pedagogías feministas interseccionales que proponemos abarca, a su vez, propuestas pedagógicas decoloniales latinoamericanas como las desarrolladas por Catherine Walsh (2013; 2017), quien va a entender la pedagogía como “una práctica y un proceso sociopolítico productivo, como
5 Asumimos que al incluir bajo este paraguas esta diversidad de aportes omitimos el debate norte/sur y las críticas que se han realizado entre estos diferentes abordajes y sus usos en diversos contextos geopolíticos. Sin desmerecer este debate, consideramos que ello apunta a otro nivel de complejidad que no es el foco del presente artículo. Del mismo modo, hacemos referencia a lo queer y cuir, para relevar los desplazamientos, tensiones, torsiones y marcas de traducción de la teoría queer (originalmente del contexto angloparlante) en la teorización y activismos de la disidencia sexual latinoamericana que explícitamente se nombran cuir o kuir (ver Falconí, Castellanos, y Viteri, 2014).
una metodología esencial e indispensable, fundamentada en la realidad de las personas, sus subjetividades, historias y luchas” (2017, p. 37). Inspirándose en Freire, también reconoce sus limitaciones en tanto falta de un enfoque sexo-génerico y decolonial. Incluimos además los aportes de las pedagogías queer, las que buscan perturbar la norma y normalización de lo heterosexual, de los binarismos y la presunción de las identidades como fijas y esenciales (Britzman, 2002; flores, 2015; Luhmann, 1998; Trujillo, 2015). Ahora bien, si concebimos que la “pedagogía no es una herramienta neutral de transmisión de saberes, sino una técnica institucionalizada de dominación que reproduce la hegemonía del pensamiento masculino, las jerarquías de género, los esencialismos y la heterosexualidad obligatoria” (Da Silva, 1999,
p. 51), entonces toda práctica pedagógica feminista interseccional debe apuntar a la des-patriarcalización, des-heterosexualización y la des-colonización de la educación (flores, 2015; Martínez y Ramírez, 2017).
Al respecto, desde las pedagogías feministas interseccionales destacaremos cuatro principios comunes, aspectos importantes para abrir el debate en pos de una educación feminista.
Un primer aspecto relevante a la hora de pensar una educación feminista es la interpelación de las formas dominantes de producción de saberes. Al respecto, teorizaciones feministas han vinculado las disputas en torno a la naturaleza y las formas de producción del conocimiento, abordando tanto “la cuestión de la mujer en la ciencia” como “la cuestión de la ciencia en el feminismo” (Harding, 1996). Complementariamente, se cuestionan los falsos supuestos de neutralidad y objetividad del “hombre universal” de las ciencias, y se proponen los conocimientos situados: saberes siempre parciales y encarnados (Haraway, 1995). A los conocimientos situados, en tanto, se les ha denominado a su vez como “política de la localización” (Rich, 1986), apuntando a visibilizar un posicionamiento que nunca es neutral ni desinteresado, sino una localización que es política, ya que no se puede separar de su contexto de producción, incluyendo la ubicación temporal, espacial, histórica, corporal y en relaciones de poder de quien conoce (Lykke, 2010).
Tal como afirma la pensadora indígena Aura Cumes (Cariño et al., 2017) continúa siendo necesaria una crítica a los modos de normalización de poderes coloniales-patriarcales, ya que “el conocimiento que se ufana de ser neutral y objetivo no es tal, pues es realizado por sujetos concretos con determinadas circunstancias, poderes, posiciones y sentimientos” (p. 512). Para Manicom (1992), en tanto, la pedagogía feminista es, en sí misma, un punto de vista político que busca desarrollar análisis feministas que informen y transformen nuestros modos de actuar en el mundo: se trata, entonces, de una educación liberadora que articulará una relación radicalmente diferente con la producción de conocimientos y la sociedad.
Por otra parte, las discusiones propias del campo de las epistemologías feministas (Haraway 1995; Harding, 1996; Lykke, 2010) se incorporan en las propuestas pedagógicas feministas, mediante un distanciamiento y sospecha respecto de las condiciones de posibilidad y usos de los saberes para el control social, político y económico (Harding, 1996). Ello, porque conocer siempre es efecto de las relaciones de poder (McLaren, 2011), y la interrogante por quién se ubica en las posiciones de poder y que permite la generación de conocimientos considerados más legítimos o autorizados será clave, tanto para pedagogías feministas como decoloniales, las que se preguntarán cuáles son los privilegios y la forma en que los mismos habilitan para “hablar” y “escuchar” (Cariño et al., 2017, p. 509).
Desde esta perspectiva, una práctica pedagógica feminista interseccional pone en tela de juicio los privilegios de género, sexualidad, clase y “raza”6 en las sociedades neoliberales capitalistas, reconociendo que las instituciones educativas transmiten, reflejan y refuerzan los valores dominantes presentes en un momento y contexto histórico determinado (McLaren, 2011), manifestando un “escaso compromiso con el cuestionamiento de los privilegios de la ‘blanquitud’ colonial y de la masculinidad como referentes del sujeto-autoridad tradicional del conocimiento” (Cariño et al., 2017, p. 512). La crítica epistemológica feminista apuesta a un diálogo entre heterogeneidad de saberes, donde estos deben inspirar a la acción y al compromiso social, la conciencia de la opresión, el cuestionamiento de procesos de normalización de relaciones de poder y la desnaturalización del mundo instituido para imaginar y crear otros mundos más habitables (Cariño et al., 2017), reconociendo no obstante la heterogeneidad de saberes, con especial
6 Utilizamos las comillas para enfatizar una mirada crítica respecto del uso naturalista y racista de las categorías raciales, haciendo hincapié en los procesos de racialización, en vez de una raza como característica intrínseca de sujetos.
énfasis en recuperar y valorar aquellos que han sido subalternizados (Martínez y Ramírez, 2017).
En este sentido, el conocimiento que construyen los abordajes feministas debe ir de la mano de procesos de transformación institucional de los espacios desde donde este es producido, difundido y legitimado (Cerva, 2017). Los estudios feministas en la academia se encuentran atravesados por tensiones, las que cruzan las relaciones entre activismo y academia, los procesos de institucionalización de los estudios de mujeres, género, feminismos en la academia, la dispersión teórica y política de los feminismos y sus relaciones con los estudios de mujeres y género (Ciriza, 2017, p. 5).
Como saberes desde las fronteras, los estudios feministas son marginados desde el poder epistémico y céntrico que los localiza como inmigrantes (Martínez, 2015). De este modo, se vuelve relevante reflexionar acerca de cómo también las mismas resistencias a la incorporación y los procesos de deslegitimación de los enfoques y saberes feministas producen prácticas de “generización” y “binarización” dentro de la institución educativa (Ríos, Mandiola, y Varas, 2017), considerando que la ciencia y el espacio donde esta se produce es un proceso y producto marcado por el sexismo (Cerva, 2017; Maffía, 2007).
Es así como la subvaloración de las pedagogías feministas va de la mano con la desvalorización de la docencia en las instituciones universitarias como labor feminizada (Ríos et al., 2017). Esto último es particularmente pertinente en el caso chileno, por ejemplo, si atendemos el caso de la Universidad de Chile en relación con la segregación horizontal y vertical en el espacio universitario (Oficina de Igualdad de Oportunidades de Género, 2014).
Por otra parte, también debemos mirar más allá de la subalternización de las mujeres y lo construido como “femenino” o abyecto de la norma cis-heterosexual, para visibilizar cómo han operado las epistemologías de la ignorancia, las que han marginado y negado sistemáticamente los saberes indígenas, afrodescendientes y no heterosexuales, entre otros. Las epistemologías de la ignorancia (Pitts, 2016) cumplen un rol productivo, de soporte de injusticias estructurales, tratándose de una ignorancia deliberada y socialmente aceptada que oculta, distorsiona y rechaza ciertos saberes en beneficio de determinados sectores de la población. Desde las pedagogías queer, también se habla de la producción de heteronormatividad desde la ignorancia, a través de los modos en que la escuela restringe ciertos sujetos, corporalidades y formas de enunciar los deseos que se consideran desviados e imposibles. La ignorancia no es opuesta al conocimiento, sino un efecto y correlato de la normalidad exorbitante de la pedagogía (Britzman, 2002). Para este autor, la normalidad exorbitante produce al “otro” como alguien/algo ininteligible, o bien, inteligible únicamente como un caso especial a ser contenido, y nunca como alguien autorizado y legitimado para formar parte de la cotidianeidad o ser reconocido como agente pedagógico creador de conocimiento (Bello, 2018). Este autor propone una transpedagogía que parte del cuestionamiento de los límites que impone la pedagogía normalizadora frente “a lo que podemos o no conocer, y de traspasar las barreras que ocultan otras formas de sentir, pensar y actuar” (p. 115).
Por último, es importante señalar que las discusiones epistemológicas feministas deben nutrir en su riqueza y diversidad la práctica pedagógica feminista interseccional, permitiendo avanzar en la validación de otros modos de conocer (situados, relacionales, colectivos y políticos), vislumbrando formas diversas de generar investigación y conocimientos comprometidos con problematizar los modos de legitimación del orden social dominante, heteropatriarcal capitalista y colonial. Validar otras formas de conocer es clave si reconocemos que la normalización de la violencia y la desigualdad social es también una manera de conocer y habitar el mundo que es urgente desarticular, y que a su vez se resiste sistemáticamente a ser cuestionada.
La problematización de las dicotomías generizadas razón/emoción y mente/cuerpo es central en muchas teorizaciones feministas, debido a la cuestionada relegación de “lo femenino” al ámbito de lo emocional y corporal, y de “lo masculino” al ámbito del raciocinio y supuestos de objetividad descorporeizada (Lykke, 2010; Pedwell & Whitehead, 2012). En este sentido, este segundo eje se vincula íntimamente al primero, referido a saberes siempre situados, encarnados y contextualizados. hooks (2017) considera los feminismos como políticas apasionadas, insistiendo en la centralidad del cuerpo, la experiencia encarnada y afectiva en la praxis feminista, donde la distinción entre teoría y práctica carece de sentido. También para la educadora popular feminista Korol (2016) una pedagogía feminista parte “de nuestros cuerpos,
sentidos y vividos como territorios, para reconocernos en nuestras comunidades como organizaciones, como movimientos, como pueblos” (p. 81).
Es así que la pedagogía feminista es pedagogía afectiva que promueve la pasión por las ideas y por el pensamiento crítico, reconociendo que se trata de pasiones peligrosas para las sociedades antiintelectuales que le temen a la reflexión crítica revolucionaria. Para hooks (1994) enfatizar el placer por la docencia es un acto de resistencia que se opone al arrollador aburrimiento, desinterés y apatía que muchas veces caracteriza la experiencia en la sala de clases. El placer y el entusiasmo deben tener un lugar central en la educación y en una pedagogía feminista el placer por el aprendizaje, por la lectura, y un entusiasmo que estimule compromisos intelectuales y académicos. Para Manicom (1992), en tanto, la docencia apasionada es propia de educadoras y educadores feministas, motivados por la visión de un mundo que aún no se ha concretado. En este último sentido, una pedagogía feminista implica la capacidad docente de inspirar compromiso político de parte de las y los estudiantes. En la misma línea, flores (2016) llama a retomar la potencia erótica del aula como una apuesta para desarmar las políticas heterosexualizantes de los cuerpos y del saber, no solo los cuerpos de estudiantes, sino también los cuerpos sexo-generizados de las y los docentes en el dispositivo de feminización y subordinación de la docencia. Aquí lo erótico es amplio y refiere a los deseos no solo sexuales, sino intelectuales, de conocimiento y de afectividades.
Con ello, se ve que las emociones no están ausentes de la cultura académica, sino que algunas de ellas son sobrevaloradas (Winans, 2012) y se promueve un tipo de orientación emocional específico, como la distancia, la frialdad y la dureza, en tanto signos de cultivación, mientras que otras emociones se perciben como debilidad (Ahmed, 2004). En este sentido, las emociones no son individuales, ni circulan simétricamente, ya que sus significados emergen en relaciones de poder y en matrices históricas, sociales y culturales (Ahmed, 2004; Winans, 2012).
La jerarquización generizada de las emociones se reproduce en frases cotidianas que se escuchan en el ámbito universitario, como las que recolectaron estudiantes durante las tomas feministas del 2018: “Parece niñita tiritando como maricón”, le dijo un médico a un becado en plena cirugía, o “No, no lo voy a hacer llorar. Yo solo hago llorar a las mujeres”. En estas frases típicas se da cuenta de comportamientos y expresiones afectivas que se constituyen como adecuadas en función del género y, al mismo tiempo, vemos la interrelación entre diferentes tipos de discriminación: en este caso, sexismo, homofobia y adultocentrismo. Al respecto, algunos estudios afirman que los cuerpos marcados como vulnerables a partir de su racialización, su generización o prejuicios clasistas suelen ser percibidos como riesgosos, y tienden a ser entendidos como “mayores” por el cuerpo docente y, por lo tanto, más responsables por sus acciones, aunque más deficientes y menos capaces intelectualmente (Martin, 2017). El cuerpo feminizado, en tanto, se constituye como un cuerpo sexualizado, sujeto a mayor regulación, control, vigilancia y castigo, esto es, un cuerpo cuyo acoso y abuso sexual ha sido naturalizado y normalizado (Martin, 2017).
Trabajar el rol de las emociones en el aula no significa potenciar algunas emociones en particular (aquellas percibidas como positivas), sino cultivar una alfabetización emocional, entendida como una mayor conciencia de los roles que estas juegan en la negociación de la identidad, el impacto de las reglas emocionales en nuestra comunidad y las diferencias, y cómo las emociones guían nuestros patrones de atención y construcción de conocimientos (Winans, 2012). Una pedagogía encarnada y afectiva implica, entonces, reconocer los cuerpos y sus existencias marcadas por relaciones de poder que se materializan en formas de relación y experiencias concretas de privilegio y opresión. Requiere también superar la ficción de un espacio educacional de mentes dialogantes en el cual el cuerpo no tiene cabida. Los espacios pedagógicos normativos generan incomodad y sufrimiento en aquellas personas que no encajan, es por ello que desde la transpedagogía se invita a convertir esa incomodad en una invitación para incomodar la seguridad y el confort de quienes ocupan posiciones privilegiadas, para establecer diálogos inquietantes a través de las diferencias (Bello, 2018).
La educación feminista también ha sido abordada como una “ética del cuidado” (Crabtree et al., 2009; Tronto, 2013), una ética política y afectiva de preocupación por las y los estudiantes como personas, ayudándolas(os) a conectar lo aprendido con sus vidas personales, acompañándolas(os) en sus trayectorias de crecimiento tanto personal como intelectual. Al respecto, cabe mencionar que una lectura esencialista de la ética del cuidado ha sido problematizada (Manicom, 1992), ya que asumiría que el cuidado es algo propiamente femenino, o que las mujeres son más solidarias y bondadosas por naturaleza. Otras lecturas no esencialistas de la ética del cuidado, basadas en las nociones de interdependencia (versus autonomía
del sujeto neoliberal), han permitido problematizar las experiencias laborales de vida en la academia neoliberal acelerada (Conesa, 2018). La ética del cuidado (Tronto, 2013) incorpora una importante crítica al neoliberalismo, al desplazar al sujeto productivo y poner en el centro el cuidado y la interdependencia como ética de relaciones humanas. La figura del académico descorporeizado imperante en la academia neoliberal se basa en un ideal masculinizado de un sujeto cuya responsabilidad principal en la vida es el trabajo (Bailyn, 2003), perpetuando el modelo masculino blanco, clase media, imagen del proveedor que se caracteriza por su competitividad y su éxito a la hora de escalar en las jerarquías de excelencia académica (Conesa, 2018). Este modelo perjudica gravemente a las mujeres y a otros sujetos feminizados que asumen tareas de cuidado, ya sea como madres, cuidadoras(es) primarias y/o encargadas(os) de la vida doméstica. En este sentido, una ética del cuidado se considera disruptiva de la universidad neoliberal (Conesa, 2018), y puede informar también nuevas maneras de relación entre docentes en instituciones que promueven la competencia, la construcción de relaciones instrumentales y la individualización del éxito.
La problematización de las relaciones de poder, tanto en la sociedad como en el aula, (Crabtree et al., 2009) y la necesidad de construir activamente espacios más horizontales de intercambio, aprendizaje mutuo y debate serán centrales en muchas propuestas pedagógicas feministas (hooks, 2003; Martin et al., 2017).
En efecto, iniciativas de reducción de autoridad del docente en la sala de clases se han traducido en prácticas pedagógicas concretas en el aula, tales como la utilización de técnicas de enseñanza menos directivas, la organización de los asientos en círculos, la validación de los estudiantes como expertos y los liderazgos compartidos, entre otros (Manicom, 1992). Sin embargo, el establecimiento de relaciones más horizontales ha estado sujeto a importantes debates, ya que la autoridad del docente es difícilmente desplazada y descentrada en la práctica. Al respecto es importante no romantizar las prácticas pedagógicas o investigativas feministas como ficciones de igualdad y horizontalidad, manteniendo una conciencia crítica de las relaciones de poder asumidas como ineludibles (Troncoso, Galaz, y Álvarez, 2017).
En esta línea, Manicom (1992) afirma que una pedagogía feminista debe apuntar a usar su autoridad para problematizar e interrumpir las relaciones de poder que operan entre estudiantes. Para hooks (1994) será clave en este sentido cuestionar el ejercicio de poder y la autoridad que detentan las(os) docentes en la sala de clases, espacios que pasan a ser una suerte de pequeños reinos en los cuales muchas veces las(os) estudiantes son humilladas(os) y ridiculizadas(os). hooks enfatiza que se puede hacer un uso constructivo del poder, aunque es relevante detenerse en cómo las estructuras institucionales educativas suelen reafirmar que no es problemático hacer uso del poder en la sala de clases para reforzar y mantener jerarquías coercitivas.
Dale Bauer (2009), por su parte, aborda el tema de la autoridad desde otro ángulo, que podemos vincular con el primer eje en el cual nos aproximamos a la construcción de saberes feministas. En efecto, Bauer problematiza los modos en los cuales las feministas han establecido una relación de rechazo hacia toda forma de autoridad por su asociación con la dominación y el patriarcado y aboga por la necesidad de aceptar la autoridad de los saberes feministas, insistiendo en que la tensión generada por esta autoridad debe usarse constructivamente para promover transformaciones sociales. Sin embargo, para los estudios feministas sigue siendo muy dificultoso ser reconocidos en la academia como temas y disciplinas de estudio relevantes. Por ejemplo, en Chile hace más de veinte años que se incorporaron los estudios de género en las universidades, no obstante continúan arraigadas las creencias estereotipadas en torno al feminismo, entendiéndolo únicamente como un movimiento social y no como un cuerpo teórico y metodológico7 que aborda problemas transdisciplinares. Así, reclamar la autoridad de las teorías y saberes feministas para hablar acerca de las desigualdades sociales, del sexismo y de los procesos de sexo-generización, la heteronorma, la producción de conocimientos y las múltiples relaciones de poder desde un enfoque interseccional, puede considerarse una estrategia emancipadora.
7 De paso también se muestra una lectura de los movimientos sociales como no productores de saberes relevantes para los espacios educativos.
La democratización de los espacios de aprendizaje formales, en tanto, no se asume como una tarea fácil, sino más bien como una disposición a la incomodidad propia del acto de abrirse a problematizar el posicionamiento de autoridad del saber docente; también implica una disposición a que los debates incómodos tengan lugar en la sala de clases. Esta labor (desafiante tanto para profesores como para estudiantes) puede ser profundamente transformadora para ambas partes (Martin, 2017): abrir diálogos y abordar teorizaciones que cuestionen explícitamente el orden social dominante del mundo, que tomen en consideración puntos de vista no hegemónicos acerca de la realidad social y examinar abiertamente las relaciones de poder y las experiencias de subordinación en la sala de clases puede traducirse en experiencias dolorosas, sentimientos de culpa y negación de quienes se ubican en posiciones más privilegiadas, y tristeza e impotencia entre quienes forman parte de los grupos no hegemónicos de la sociedad (grupos racializados, estigmatizados por motivos clasistas, discriminados por su aspecto o capacidad física, etc.) (Martin, 2017). Sin embargo, es crucial reconocer que los privilegios de género, clase, etnicidad y sexualidad van a empoderar más a ciertos estudiantes que a otros para hablar en la sala de clases, de modo que construir activamente comunidades de aprendizaje en las cuales la presencia y voz de todas y todos sea reconocida y valorada es un desafío constante, que se tensiona críticamente con la necesidad de subvertir y visibilizar las relaciones de poder y saberes que reproducen las relaciones de dominación.
Para hooks (1994) es clave usar el antagonismo de clase de manera constructiva, para subvertir y desafiar las estructuras existentes. Esto implica por ejemplo evitar hablar de “las mujeres” cuando en realidad se está hablando de experiencias de mujeres materialmente privilegiadas. De este modo, ejercer una docencia feminista interseccional implica un compromiso activo por no borrar las experiencias situadas de aquellos sujetos producidos en el afuera de la norma sexo-génerica y la hegemonía racial, étnica y de clase, entre otras. Al mismo tiempo, requiere reconocer el propio posicionamiento como docentes en relaciones de privilegio y opresión a la hora de enfrentar salas de clases diversas en cuanto a género, clase, nacionalidad y sexualidad, entre otros aspectos.
Quienes somos pobres, quienes somos lesbianas, quienes somos negras, sabemos que la supervivencia no es una asignatura académica (Lorde, 2003).
Tal como afirmamos desde un inicio, para las pedagogías feministas interseccionales la finalidad de los procesos educacionales es promover procesos liberadores que apunten a visibilizar, problematizar y transformar las desigualdades sociales, tomando en cuenta tanto la dimensión estructural de estas como los modos en los cuales se materializan en experiencias concretas y situadas de privilegios y opresiones. En este sentido, las pedagogías feministas comparten un compromiso por generar cambios que mejoren las vidas concretas y materiales de las personas (Martin, 2017), es decir, no se trata solamente de posibilitar debates y reflexiones, sino de cambiar los modos de entender y materializar el mundo.
Desde esta perspectiva, las pedagogías feministas buscan la liberación de los sujetos y tienen la preocupación por mejorar la existencia de las personas en un mundo que se asume hostil, como finalidad explícita y como sueño por alcanzar. Una comunidad de aprendizaje regida por principios feministas debe apuntar a exponer los abusos de poder, los saberes que promueven y mantienen la desigualdad social, e inspirar a sujetos comprometidos con las transformaciones sociales necesarias para acercarse al futuro que anhelamos. El pensamiento crítico es, por lo tanto, central a este principio, ya que permite contribuir con herramientas al análisis de las diferencias sociales entre los grupos, y a entender cómo todas las personas forman parte de relaciones de dominación, subordinación y explotación (Crabtree et al., 2009).
Por último, una interrogante sustantiva es comprender cómo la educación trenza una serie de aspectos, de modo que es preciso cuestionar y profundizar un enfoque que se pregunte por cómo se articulan el género, la clase, la sexualidad, etnicidad, la edad, la nacionalidad y el aspecto físico, entre otros aspectos, estableciendo complejas relaciones y posicionamientos de poder, privilegio/opresión, inclusión/exclusión en el ámbito educativo en contextos particulares. Aquí, la dimensión contextual es clave, ya que sabemos que a pesar de identificar macroestructuras de poder y desigualdad, estas se manifiestan y articulan de manera diferenciada. Así, las pedagogías feministas interseccionales no solo complejizan el debate, sino que entregan herramientas sustantivas para la comprensión de nuevas posibilidades de plantear y abordar las formas de reproducción de las injusticias y desigualdades desde y en lo educacional.
Mi grito es parte de un espanto relacionado y relacional, es un grito frente al sistema capitalista-extractivista-patriarcal- moderno/colonial que nos está matando a todxs (aunque no necesariamente de la misma manera), frente a la desesperanza que desespera (incluyendo de los llamados “progresismos”) y frente al qué y al cómo hacer (hacer pensar, hacer actuar, hacer luchar, hacer gritar) en y desde los contextos míos y con otros contextos y colectividades de abajo (Walsh, 2017, p. 26).
El movimiento feminista estudiantil en Chile en 2018, liderado por mujeres, lesbianas y trans, entregó una nueva oportunidad para abordar las desigualdades que se manifiestan y producen en la educación, y volver a plantearse preguntas claves acerca de la finalidad y sentido de la educación desde miradas feministas. Estas mismas preguntas han estado al centro de las propuestas pedagógicas tanto críticas como feministas.
Desde un enfoque interseccional la demanda por una educación no sexista será limitada y reduccionista si no reconoce la articulación del sexismo con otras estructuras de poder, y su materialización en experiencias de privilegio y desigualdad complejas, en las vidas concretas y materiales de grupos y personas en contextos determinados. Asimismo, una mirada interseccional pondrá énfasis en el análisis situado de las relaciones de poder y su articulación, yendo más allá de presuponer el sexismo como eje articulador y/o una suma aritmética. En ese sentido, consideramos que asumir la interseccionalidad como enfoque, teoría y metodología en el ámbito educativo nos permitiría contrarrestar las posibles lecturas liberales de las demandas feministas en términos de igualdad, que ignoran las dimensiones estructurales del poder y que terminan individualizando problemas sociales e históricos.
Por otra parte, un desafío clave del movimiento feminista actual en Chile es seguir avanzando en la articulación entre diferentes luchas desde el reconocimiento de la imbricación entre diversas formas de violencia, dominación y marginación, comprendiendo las especificidades y hegemonías que constituyen qué sujetos y voces son subalternizadas y excluidas. Al hablar de pedagogías feministas interseccionales apostamos por un llamado al análisis situado y contextual y a la necesidad de alianzas y articulaciones. De este modo, no pretendemos subsumir todo bajo la bandera del feminismo, desconociendo otras trayectorias y genealogías de saberes y luchas, sino de construir una pedagogía feminista (más compleja que solamente el no sexismo), que sea capaz de abrirse, cuestionarse en sus límites y en las estructuras de poder en las que se posiciona como demanda y praxis en relación con otros sujetos, demandas y saberes.
Desde un enfoque interseccional pretendemos aportar crítica y constructivamente a las tareas pendientes luego del estallido de la movilización social. Sin pretensiones totalizadoras, con los cuatro ejes quisimos identificar ciertos elementos para pensar la tarea docente en este contexto y poner el tema en discusión dentro de los (heterogéneos) feminismos estudiantiles. Respecto del trabajo institucional, consideramos relevante tomar la interseccionalidad como perspectiva y metodología de análisis sociológico a la hora de pensar cómo dar forma a las políticas, cómo se están priorizando y categorizando las distintas dimensiones de la opresión, los sujetos y las articulaciones que se tejen entre las políticas de género en las universidades y otras agendas (de diversidad, etnicidad, extensión, etc.). Será clave, por ejemplo, continuar con una labor triestamental que permita dar cuenta de las experiencias de desigualdad y las relaciones de poder que experimentan de manera diferenciada estudiantes, académicas y funcionarias, según sexo-género, etnicidad, nacionalidad, racialización, condición laboral, capacidades corporales, etc. Un enfoque interseccional nos invita a preguntarnos constantemente de qué sujetos y experiencias de desigualdad estamos hablando cuando hablamos de género y sexismo, qué realidades son excluidas de nuestras demandas y cómo nos situamos y participamos de complejas relaciones de poder.
Como insiste hooks (2017), el feminismo no debe entenderse como un estilo de vida o una identidad, sino como una praxis de lucha política colectiva. Una educación feminista debe aportar a la tarea de construir conciencias y praxis críticas que, desde el reconocimiento de la complejidad de relaciones y estructuras de poder, promueva compromisos activos por participar de la transformación de las desigualdades sociales en pos de un mundo más justo y vivible para todas las personas.
El artículo original fue recibido el 15 de diciembre de 2018 El artículo revisado fue recibido el 14 de marzo de 2019 El artículo fue aceptado el 27 de marzo de 2019
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